La Batalla del Fin del Mundo

Nos creíamos invencibles. El ejército mejor armado, los hombres más duros, disciplinados y curtidos en la experiencia de cien batallas. Y no se trata de una forma de hablar: íbamos a librar en verdad nuestra batalla número cien. Los oficiales a caballo arengan a los batallones perfectamente formados, recorriendo arriba y abajo los  cuadros, remarcando con especial énfasis la gloriosa circunstancia: el centenar de victorias con las que culminaría la campaña y, casi con total seguridad, aquella interminable guerra.

        La cobardía, la rebelión, la locura injustificada entre nuestras filas, habían sido erradicadas gracias al nuevo metal no ferromagnético con el que cubrimos nuestras cabezas en el inicio de la primera de nuestras noventa y nueve batallas victoriosas seguidas. Un último esfuerzo, con la confianza de haber neutralizado la magia oscura de los generales enemigos que al principio casi nos extermina, y todo acabaría.

         Filex, Oseek, Bladick, los tres pseudohumanos venidos de más allá del cielo se refugian desconcertados, tras el fracaso de sus prácticas de brujería, al otro lado de las inmensas murallas edificadas en torno a la región más occidental del continente. Lideran sin embargo aún un gran ejército, con el que se han replegado hasta aquel vasto territorio, ya se vería si con la intención de resistir al asedio o pretendiendo iniciar una ofensiva con la que recuperar el terreno perdido. La incógnita queda muy pronto desvelada.

          Salen a nuestro encuentro con todo. Una riada de hombres, animales, máquinas de guerra. El rugir de una inabarcable marabunta que surge desde todas y cada una de las puertas de la colosal fortaleza. Fanatizados, mentalmente manipulados en su mayoría. Parece que quisieran simplemente arrollarnos; instaurar el caos entre nuestras filas y exterminarnos o sucumbir en el intento. Así que, viendo lo que se nos viene encima, convencidos de que es la única manera no solo de vencer sino de sobrevivir, asimos con fuerza nuestras armas y escudos, escupimos nuestro miedo, afianzamos los pies y nos preparamos para las primeras embestidas. Nuestro grito de furia se impone por unos momentos sobre el del enemigo. Quedamos después perplejos por sus movimientos: se infiltran y se dispersan entre nuestras sólidas formaciones, no pretenden seriamente romperlas. La estrategia resulta incomprensible, por aparentemente ineficaz y suicida, hasta que precedido del descomunal sonido de millares de cuernos el cielo comienza a oscurecerse.

        El repentino eclipse está provocado por una negra tormenta de flechas que, en perfecta parábola, se dirige hacia nosotros. La infantería enemiga, ahora sí, con salvaje violencia nos ataca desde todos los flancos. Desconcertados luchamos al tiempo que aguardamos la inminente y letal lluvia. Muchos de los nuestros sucumben siendo ensartados, degollados, mortalmente golpeados al alzar sus escudos para protegerse de las saetas que comienzan a caer. Las huestes contrarias sufren también un aleatorio y mortal castigo, en su caso en forma de fuego amigo. Tras unos instantes de desconcierto la orden se extiende y se trasmite rápidamente: “¡luchad! ¡Luchad! ¡Ignorad las flechas! ¡Luchad!”. Unidad y obediencia ciega en la vorágine. Diezmados, masacrados, atacantes y atacados. El mortal diluvio parece no cesar, pero de pronto el cielo se despeja y casi de inmediato una nueva y vociferante oleada de enemigos se precipita a la carrera hacia la batalla. Arqueros ahora armados con lanzas, mazas, escudos ligeros, hachas, afilados aceros. La última acometida, el todo o nada, victoria o muerte. Empujar, lanzar, empujar, esquivar, golpear, parar, golpear, patear, saltar, correr, socorrer. ¡Juntos! ¡Más juntos! Se escucha entre nuestras filas. Un hombre muere y el que lo ha matado muere en las manos de otro que sufre la misma suerte, se sucede, se repite la misma cadena lineal de muerte. A duras penas conseguimos agruparnos para pelear y defendernos hombro con hombro, espalda contra espalda y levemente percibimos que la rueda que nos aplasta comienza a frenar y luego a girar a nuestro favor. El enemigo sin embargo no ceja, será una lucha hasta el exterminio total. La tierra alfombrada de muertos, hombres agonizantes o malheridos. Nos vemos obligados a rematar a los contrarios que se arrastran porque aún hieren piernas, muslos, vientres, hasta donde alcanzan  al estirar o mover sus brazos desde el suelo. Poco a poco nos sorprendemos oteando las cercanías, buscando adversarios a los que atacar. En los últimos instantes hasta tres de los nuestros ensartan a la vez el mismo cuerpo. Obtenemos la victoria aunque a un precio demasiado alto, solo permanecemos en pie unos pocos cientos.

        Extenuados, ebrios de ira, eufóricos por haber sobrevivido y vencido, no necesitamos órdenes para dirigirnos a la carrera hacia las puertas franqueadas de la gran muralla. En el interior unos pocos hombres, que ya no luchan ni oponen resistencia, permanecen con la mirada perdida, no suponen riesgo alguno, respetamos sus vidas. En el centro de una gran plaza los tres demoníacos caudillos nos observan en pie, desde el interior de lo que parece un gran sarcófago trasparente situado en posición vertical. Los rodeamos, observándolos con más curiosidad que odio, nos detenemos y comienzan a hablarnos:

        —Está claro que nos hemos precipitado. Os hemos subestimado, humanos. Creímos que construir un mundo desde cero, aprovechando vuestro incipiente despertar tecnológico, sería mucho mejor para todos. Ahora nos vemos obligados a marchar para regresar cuando vuestros dirigentes tengan la capacidad de ocasionar una destrucción apocalíptica. Aún tenéis una última oportunidad, descubríos ante nosotros y hagamos de esta tierra para siempre un lugar mejor.

        Armas en alto, la rabia nos impulsa a estrechar a la carrera el círculo en torno a ellos. Nuestro grito de ataque queda ensordecido, sin embargo, por el estruendo que acompaña al vertiginoso ascenso de los tres brujos en la insólita urna que los protege. Boquiabiertos, extendiendo el cuello, a duras penas logramos seguirlos con la mirada. Un destello en lo alto, un pequeño intervalo de tiempo y una estrella que finalmente se eleva y desaparece en plena claridad del día.

        Todo ha terminado, los tres mesiánicos líderes han escapado y después de todo respiramos aliviados, convencidos de que un poder de destrucción tan grande como el que han descrito, concentrado en unos pocos, jamás será posible. Sería tan disparatado como pensar que un día el hombre pudiera caminar sobre la luna.